Por Francisco Rocha
Camacho nSJ.
Desde
muy pequeño he escuchado la frase “el Evangelio se hace vida”
pero nunca le había encontrado significado. De niño creía que, si
me portaba bien, Jesús se me iba aparecer, ya en la adolescencia
comencé a cuestionarme todo lo relacionado a la fe y a base de
razonamientos llegue a la conclusión de que el Evangelio era una
historia ‘medio rara’ pero con un mensaje que nos invita a ser
mejores personas.
Durante
mi pasada experiencia de peregrinación estuve trabajando en un
almacén de residuos peligrosos. Fue muy gratificante descubrir que
la amistad y el cariño se dan en donde menos te lo imaginas. Ahí en
medio de los residuos de las maquilas, mis compañeros de trabajo me
regalaron su amistad.
Comencé
la experiencia muy animado, pendiente de ver dónde y cómo trabaja
Dios a diario, pero la rutina, además del cansancio; me hicieron
caer en las dinámicas deshumanizantes, monótonas y
anti-comunitarias de la sociedad actual. Recuerdo que los primeros
días de trabajo lo que más me importaba era acercarme a mis
compañeros conocerlos, compartir, en fin entablar una relación.
Pero el ánimo duro poco, sin darme cuenta ya estaba inmerso en el
egoísmo, buscando ser mejor para asegurar mi trabajo o incluso para
subir de puesto. Esto me llevo a alejarme de los demás caer en
envidias, enviciarme con la monotonía, incluso perder el sentido de
la experiencia.
Fueron
mis compañeros de trabajo los que me ayudaron a darme cuenta que,
sin querer, me había convertido en un robot: frio, calculador,
competitivo, buscando sólo mi beneficio, preocupado sólo por
cumplir el trabajo. Con su amistad y cariño me convertí en persona
de nuevo, me aceptaron tal cual soy a pesar de mi egoísmo y
competencia del cual fueron víctimas.
Recuerdo
a Rubén que preocupado por mi bienestar, me prestaba su equipo de
seguridad y con mucha paciencia me explicaba cómo usarlo incluso me
enseño a reconocer cuáles residuos eran peligrosos y cuáles no.
‘El Franky’, que me regalaba su mascarilla contra el polvo cuando
me tocaba barrer (la empresa sólo nos daba una y él sabía que yo
soy alérgico al polvo). Cómo olvidar ‘al Rafita’, el guardia de
la entrada, sus frases de ánimo por la mañana o al salir del
trabajo. Por supuesto no podía dejar de mencionar al ‘Malandro’,
el buen Miguel, con él se dio una amistad muy padre a base de pura
‘carrilla’. Estoy seguro que quien nos veía en el trabajo
pensaba: - Estos dos se caen gordos- pero en realidad así nos
demostrábamos aprecio. Él, me enseño a manejar el montacargas,
cuando me daba mis “clases”, recordaba a mi papá enseñándome
a manejar ¡Me tenía mucha paciencia! como sólo un papá puede
tener.
El
Evangelio de Mateo nos dice: “Ustedes son la sal de la tierra”
(Mt 5; 13) y así lo experimenté porque ellos fueron los que dieron
sabor a la experiencia, las horas extras se pasaron como agua, el
trabajo se hizo ligero, compartimos, nos conocimos y reímos juntos.
No cabe duda que la amistad es un regalo, ¡Nunca sabes en dónde se
te va dar!
Los
últimos días en Tijuana estuve recordando la experiencia vivida y
que tocaba su fin, me vino a la mente el Evangelio de Marcos: “Les
aseguro que todo el que deje casa o hermanos o hermanas o madre o
padre o hijos o campos por mí y por la Buena Noticia ha de recibir
en esta vida cien veces más en casas y hermanos y hermanas y madre”
(Mc10; 29-30). Así me cayó el veinte y caí en la cuenta que
desde el inicio del proceso vocacional, hace 2 años y medio, he ido
conociendo gente muy diversa pero muy valiosa, personas que me han
abierto su casa, su vida, que han compartido su techo, su comida;
pero sobre todo me han regalado su amistad. La búsqueda de la
vocación me ha llevado a varios lugares, en todos el Padre me ha
regalado hermanos y hermanas, padres y madres pero sobre todo amigos.
No me cabe duda que el Evangelio se
me ha hecho vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario