lunes, 10 de junio de 2013

La Eucaristía de los pobres salva.



En aquella tarde fuimos al otro vecindario a visitar a la gente. Ya nos habían platicado de Octavio, una persona incapacitada de una pierna a causa de un tumor. Nos habían dicho también que era “hermano separado”; decidimos verlo ese día. Llegamos donde Octavio y su familia se hospedaban. De inmediato lo ubicamos -un joven papá quien se encontraba sentado sobre la cama comiendo jícama con la pierna derecha vendada y al lado de él una muleta recargada sobre la pared de lámina-. Estaba también su esposa quien nos había recibido con gentileza.

Al dirigirnos a Octavio lo notamos un tanto reservado, con la mirada difusa hacia el suelo. Nos presentamos como seminaristas y dijimos que veníamos a verlo. Entonces Octavio enderezó la mirada y nos comenzó a platicar; nos contaba cómo había sucedido lo de su pierna, en qué circunstancias había pasado todo eso, cómo había sido su vida antes de su enfermedad, etc. A medida que avanzábamos en la conversación, Octavio fue entrando en confianza de modo que en su rostro se dejaba notar un ánimo -ahora al releer el itinerario de su padecimiento- pues nos compartía cómo había pasado de renegar de esa su situación a asumirla con sabiduría y esperanza en este momento de su vida.



Octavio se notaba animado en la plática, y con un gesto natural nos ofreció jícama. Entonces, sin más reparo, nos contó una experiencia donde su hija de cuatro años al verlo convaleciente le decía: “Papito, quiero que te cures, por eso me quitaré mi pierna para que te la pongan y vuelvas a caminar.” Al escuchar éstas palabras sentí cómo fueron descendiendo a lo más profundo de mi persona al grado de reconocer «ahí» su morada; aquel lenguaje había encontrado una habitación en el ser de mi persona.

Nos despedimos de Octavio y su familia y regresamos a la vecindad donde nos alojamos. Esa tarde-noche me quedé reflexionando sobre aquellas palabras de la hija de Octavio. La resonancia en mi interior era tal que de ahí en adelante quedarían gravadas como una experiencia eucarística, pues ¿no están en aquellas palabras de la chiquilla el mismo sentido de ofrecimiento de sí mismo que Jesús pronunció en la última cena, ese sentido de entrega y donación a los demás que llevó a efecto en toda su vida hasta la cruz? La respuesta para mí era contundente y clara.

Ésta intuición me llevó a resignificar la celebración Eucarística, pues ya no se trataba de un mero acto ritualista ajeno a la realidad. Por el contrario, al rememorar las palabras de la pequeña, la Eucaristía se volvía para mí encarnación en tanto rostro, cuerpo y sentido. La Eucaristía como rostro está en ese ofrecimiento que los pobres día con día hacen de su persona; ahí estaba esa pequeña inocente y tierna que deseaba con todo el corazón una entrega generosa. La Eucaristía adquiría cuerpo en esa vulnerabilidad de Octavio, en esa carne que padece pero que no resulta indiferente a los ojos de la pequeña; sólo el lenguaje del cuerpo puede comprender la situación de un cuerpo sufriente y vulnerable. La compasión se convierte así en redención de la carne crucificada. Y la Eucaristía tiene sentido en cuanto que los pobres y los pequeños salvan, en cuanto que se revelan como “pan bajado del cielo”; un pan que da vida y vida en abundancia.

Tener presente esto en cada Eucaristía es recordar la vocación fundante de que somos ofrenda y alimento para los demás; de que aún cuando suponga sacrificio, la vida sólo vale la pena si la gastamos y la entregamos día con día en amor y servicio, vale la pena si somos “pan que se parte y se comparte para los demás”.


Héctor Noel José Reyes, nsj

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